Si mi tío José muriera pronto, seguro me arrepentiría de no haberme comunicado con él
durante tanto tiempo. Eso es lo que pienso durante esta caminata por la calle no identifico
si es la 21 o 23 del suroeste, cuando de pronto unas bolsas de supermercado vacías que
están en el piso han empezado a elevarse mientras se mueven en círculos, producto de
algo como un torbellino interior que las levanta poco a poco al cielo. Me extraño. Me
extraño mucho. Empiezo a notar que lo mismo les pasa a las hojas de los árboles que
están dispersas, y también para mi sorpresa a los carros que están estacionados junto a las
aceras esta mañana. A las casas. A los mismísimos árboles. Y a los gatos, que parecen de
pronto abundar en esta imagen. Empiezo a darme cuenta de que se trata de un sueño pero
en lugar de aliviarme, me angustio, pues tengo la sensación de que si despierto antes de
lograr entender cómo hacer para que las cosas no dejen de levantarse, todo desaparecerá.
Es un sueño de esos en los que uno entiende que está soñando pero no puede dejar de
vivir lo que representa su psique, como si fuera uno integrante de una película cuya
lógica no fuera cuestionable, aunque la vigilia no pueda entenderla. Sin abrir los ojos,
y volviendo a olvidar que sueño, y de nuevo sin conciencia de que estoy soñando, las
imágenes regresan, pero esta vez hay incendios en toda la infraestructura que puede ser
demasiado pesada o estable como para desaparecer elevándose a la infinidad del cielo.
Los edificios, los estacionamientos y los ascensores se están quemando. Ya yo estoy unas
cuadras más adelante que la calle inicial, más bien en una avenida, corriendo con algún
desespero, como si el refugio que he buscado se hubiese revelado volátil, como si el viaje
que imaginariamente me he empeñado en vivir fuese tan vulnerable como mi propia
incapacidad para enfrentar los lugares de los que vine despierto.
Entonces veo a unas pocas cuadras a una vaca y a un caballo, sanos y salvos,
desprevenidos y en mitad del estacionamiento de un shopping center, y entiendo que esos
son los únicos vehículos en los que puedo moverme por la ciudad, ruinosa y en llamas,
hasta conseguir la clave para salvarla o, eventualmente, escapar.
Pero poco antes de llegar entiendo que es demasiado tarde. Un relincho, o dos, apenas
dan tiempo al caballo, antes de encenderse por la obra de la nada. Y la vaca, cuando
Entonces entiendo que no hay manera de salir de este laberinto que no sea recordando.
Es mi conclusión en el sueño. Caminar como los peripatéticos, mirar el horror de la
ciudad en solitario y saber reconocer entre mis imágenes y las que sueño cuáles son
verdaderamente mías, cuáles existen y me dan igual, cuáles realmente me he inventado.
Estoy atrapado en mis propias imágenes. No habrá nada real hasta que no lo encuentre
yo. Han sufrido un golpe de estado mis decretos temporales. Los semáforos están
descompuestos. Por la calle 25 y la avenida 37 una muchedumbre desorganizada cruza la
avenida. Están de saqueo y yo trato de seguir caminando desprevenido, como para que no
me noten. Son violentos, hablan portugués y saben lo que hacen. Sólo uno de ellos
alcanza a verme, un niño que va de la mano de su madre, una joven de unos 28 muy
airada que no sabe lo bella que podría ser. La mirada del niño me acusa, como si supiera
algo que yo no y de lo que me culpa. La mujer bella no cree ni le interesa saber que
podría ser bella. Eso importa es en las películas que yo me hago.
Cuando los brasileños han cruzado ya como un huracán, la avenida se ensancha y de
pronto todo parece calmado. Me espera juiciosa y vivaz pero muy decidida una
concentración de manifestantes que está por partir a pedir que les asignen una avenida
para poder marchar en forma permanente. Cuando me acerco, me perciben como si fuera
yo una autoridad. Como si hubiese retrasado mi liderazgo y fuese yo la alucinación que
de Roger Casement ha tenido Vargas Llosa. Y como si ellos no tuviesen avenida por mi
ausencia. Me siento apenado, nervioso. Algunos que no veo y que no se atreven a
decírmelo a la cara me gritan reclamos y hasta insultos. Yo no les puedo hablar. Paso
entre ellos, los atravieso sin poder detenerme y encuentro que al final de la congregación
que va a marchar están algunos compañeros de la Universidad bailando tambores.
Natalia, Edder, Silvia, Ruth, Marina, Jeanette, Arturo, Vicente y Eliana esperan relajados
el inicio de la protesta. Se pasan una carterita que Yanira, que no toma, me da. Yo tengo
veinte kilos menos, veinte años menos y en lo que empino la carterita para tomármela, se
acaba la magia, ya no estoy en la Universidad; recuerdo mi cometido: si no descubro por
qué se destruye la ciudad, despertaré sin esperanzas.
A todas estas, los efectos apocalípticos del sueño han mermado. Plantas, basura, flores
silvestres, rejas siguen elevándose esporádicamente y sin mayores prisas. Frente a la
nada, nada se puede hacer. Puedo poner una canción de Fito Páez o una de Jorge Drexler,
pero las desecho: si quiero resolver algún misterio, tengo que escuchar el sonido de la
calle, como cuando uno busca una dirección y baja el volumen de la radio.
Ahora voy manejando. Es un sueño largo como los de Olimpia. No largo en tiempo sino
en acciones. Pero es un sueño delicado. Depende de mí. Y me pesa. Me angustia que se
acabe. Es raro que un sueño que no queremos, que nos angustia, no deseemos que se
acabe. Estoy al final de una callejuela ciega. Hay dos casas coloniales y una nueva,
diseñada con columnas y esfinges egipcias. Horrible. Y a los pies de una verja que limita
la calle con el parque al que se le entra por la otra calle, duerme, o vegeta, más bien, un
granuja de traje roto, de cara sucia, de pelo tieso que está tan trabado que, de nuevo, sólo
alcanza a mirarme. Y entonces me doy cuenta de que soy yo. Yo mismo. El estado más
triste, incapaz, desesperanzado y abortado de mí. No quiero acercarme, pero no puedo
dejar de mirar. Y me fijo que de su bolsillo derecho del traje salen unos tiquetes de avión,
no alcanzo a leer lo que dicen pero sé que son para Caracas. Y enseguida que lo sé, dudo.
Podrían decir Bogotá, Madrid, Sidney o San Francisco. Entonces ya no dicen nada. Y
caigo en cuenta. De eso se trata este sueño. O al menos parte de él. Primera clave. De
saber lo que pasa si en todo lo que creemos hay duda.
De inmediato tengo una imagen que ha sido recurrente toda mi vida (¿ha sido recurrente
toda mi vida?): Mario coge con Fabiola mientras Ester duerme al lado y yo que veo no
hago nada por avisar que si se dan cuenta todo acabará mal. Y otra imagen, yo, de niño,
lloro y lloro desconsoladamente hasta quedarme dormido. Y me quedo dormido dentro
del sueño. Pero es un sueño con vigilia, sólo para descansar, que me desahucia por un
instante para poder seguir con mi cometido. El sonido de las olas continúa y eso me
ayuda a dormitarme. Pero unos daneses que están de visita turística en la ciudad se ríen a
carcajadas mientras comentan algo sobre mí y me despiertan, ahora estoy detenido en
una esquina esperando la oportunidad para poder cruzar la calle. Y soy una mujer. Una
linda muchacha que viste overoles y tiene una despreocupada conciencia de su belleza.
Una melena castaña, piel carmencita tostada y ganas de que su paso cante. Camino por
las aceras de la ciudad como si estuviese en Europa. Donde ser bello ha costado mucha
sangre pero nadie ha podido restarle importancia a la belleza a pesar del esfuerzo de
siglos. De la nada me encuentro caminando con Armando, que tiene 10 años internado en
las islas Baleares y se ha convertido en un anciano. Lleva un balón de básquet sostenido
entre su mano izquierda y su pierna, y cuando ve mi cara de incredulidad frente a lo viejo
que lo encuentro, se para y me dice, solemne: “somos siempre una promesa, no importa
el tiempo en que estemos, nunca llegamos a ser sino una promesa”. En ese mismo
instante, como si una lapidaria maldición terminara de ejecutarse con semejante
concepto, a la ciudad, ya devastada, se le abre un cráter en su corazón y yo me encuentro
en un pico que ha emergido del desacomodo de la tierra. Identifico, ahora sí, que estoy en
Miami, y veo desde esta cima que tantas veces anhelé un pedazo de tierra que se
desprende de la costa, como en Underground, la de Kusturika, pero a diferencia de
aquella historia, yo no voy en mi país, que ha cambiado a mis espaldas y sin que yo
pueda hacer nada, sino que mi país se va, a la deriva, a deambular en el océano sin un
rumbo que pueda conocerse, sin que yo pueda estar en él.
Mi memoria hace ahogados y ansiosos esfuerzos por recordarlo todo antes de que aquel
pedazo de tierra desaparezca de mi vista. Yordano Maelo las clases adolescentes de salsa
las risas inaguantable en el ascensor con Víctor las arepas metidas en el bolsillo de la
chaqueta en las fiestas de graduación las rascas filosóficas del colombiano el rostro de
Tammy cuando tenía cinco años las discusiones en la Universidad y la seguridad de que
el futuro era nuestro las caminatas al metro y la inseguridad de que algún lugar fuera el
mío el taller de poesía el cubo negro las ganas de llevar la contraria en todas partes los
aplausos en los auditorios de teatro el festival de rock el Centro de Estudiantes el control
de cambio la hecatombe la política el terremoto político la llegada de la pesadilla de lo
indeseable el reinado de lo más oscuro en el centro de mi país yo lejos el trozo de tierra
alejándose y yo fuera en un pedazo de tierra que quisimos creer firme pero que ha
detonado las cosas se van hacia arriba nada pesa y hasta el suelo puede estallar. Como si
nada bastara con creerlo y al mismo tiempo lo poco que sabemos fuera minado con la
Regreso al presente. Al del sueño. Es hora de mirar al cielo. Quizás. Y cuando digo
quizás siento otra grieta bajo mis pies. Entonces decido que es hora de despertar. No hay
dudas. En la cocina escucho trasteos de ollas y cafeteras. La vigilia ha tomado su turno.
El tío José se molestará con razón si muere y yo no he ido a verlo. Es hora de partir.
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