Wednesday, October 5, 2011

Hora de partir

Si mi tío José muriera pronto, seguro me arrepentiría de no haberme comunicado con él

durante tanto tiempo. Eso es lo que pienso durante esta caminata por la calle no identifico

si es la 21 o 23 del suroeste, cuando de pronto unas bolsas de supermercado vacías que

están en el piso han empezado a elevarse mientras se mueven en círculos, producto de

algo como un torbellino interior que las levanta poco a poco al cielo. Me extraño. Me

extraño mucho. Empiezo a notar que lo mismo les pasa a las hojas de los árboles que

están dispersas, y también para mi sorpresa a los carros que están estacionados junto a las

aceras esta mañana. A las casas. A los mismísimos árboles. Y a los gatos, que parecen de

pronto abundar en esta imagen. Empiezo a darme cuenta de que se trata de un sueño pero

en lugar de aliviarme, me angustio, pues tengo la sensación de que si despierto antes de

lograr entender cómo hacer para que las cosas no dejen de levantarse, todo desaparecerá.

Es un sueño de esos en los que uno entiende que está soñando pero no puede dejar de

vivir lo que representa su psique, como si fuera uno integrante de una película cuya

lógica no fuera cuestionable, aunque la vigilia no pueda entenderla. Sin abrir los ojos,

y volviendo a olvidar que sueño, y de nuevo sin conciencia de que estoy soñando, las

imágenes regresan, pero esta vez hay incendios en toda la infraestructura que puede ser

demasiado pesada o estable como para desaparecer elevándose a la infinidad del cielo.

Los edificios, los estacionamientos y los ascensores se están quemando. Ya yo estoy unas

cuadras más adelante que la calle inicial, más bien en una avenida, corriendo con algún

desespero, como si el refugio que he buscado se hubiese revelado volátil, como si el viaje

que imaginariamente me he empeñado en vivir fuese tan vulnerable como mi propia

incapacidad para enfrentar los lugares de los que vine despierto.

Entonces veo a unas pocas cuadras a una vaca y a un caballo, sanos y salvos,

desprevenidos y en mitad del estacionamiento de un shopping center, y entiendo que esos

son los únicos vehículos en los que puedo moverme por la ciudad, ruinosa y en llamas,

hasta conseguir la clave para salvarla o, eventualmente, escapar.

Pero poco antes de llegar entiendo que es demasiado tarde. Un relincho, o dos, apenas

dan tiempo al caballo, antes de encenderse por la obra de la nada. Y la vaca, cuando

Entonces entiendo que no hay manera de salir de este laberinto que no sea recordando.

Es mi conclusión en el sueño. Caminar como los peripatéticos, mirar el horror de la

ciudad en solitario y saber reconocer entre mis imágenes y las que sueño cuáles son

verdaderamente mías, cuáles existen y me dan igual, cuáles realmente me he inventado.

Estoy atrapado en mis propias imágenes. No habrá nada real hasta que no lo encuentre

yo. Han sufrido un golpe de estado mis decretos temporales. Los semáforos están

descompuestos. Por la calle 25 y la avenida 37 una muchedumbre desorganizada cruza la

avenida. Están de saqueo y yo trato de seguir caminando desprevenido, como para que no

me noten. Son violentos, hablan portugués y saben lo que hacen. Sólo uno de ellos

alcanza a verme, un niño que va de la mano de su madre, una joven de unos 28 muy

airada que no sabe lo bella que podría ser. La mirada del niño me acusa, como si supiera

algo que yo no y de lo que me culpa. La mujer bella no cree ni le interesa saber que

podría ser bella. Eso importa es en las películas que yo me hago.

Cuando los brasileños han cruzado ya como un huracán, la avenida se ensancha y de

pronto todo parece calmado. Me espera juiciosa y vivaz pero muy decidida una

concentración de manifestantes que está por partir a pedir que les asignen una avenida

para poder marchar en forma permanente. Cuando me acerco, me perciben como si fuera

yo una autoridad. Como si hubiese retrasado mi liderazgo y fuese yo la alucinación que

de Roger Casement ha tenido Vargas Llosa. Y como si ellos no tuviesen avenida por mi

ausencia. Me siento apenado, nervioso. Algunos que no veo y que no se atreven a

decírmelo a la cara me gritan reclamos y hasta insultos. Yo no les puedo hablar. Paso

entre ellos, los atravieso sin poder detenerme y encuentro que al final de la congregación

que va a marchar están algunos compañeros de la Universidad bailando tambores.

Natalia, Edder, Silvia, Ruth, Marina, Jeanette, Arturo, Vicente y Eliana esperan relajados

el inicio de la protesta. Se pasan una carterita que Yanira, que no toma, me da. Yo tengo

veinte kilos menos, veinte años menos y en lo que empino la carterita para tomármela, se

acaba la magia, ya no estoy en la Universidad; recuerdo mi cometido: si no descubro por

qué se destruye la ciudad, despertaré sin esperanzas.

A todas estas, los efectos apocalípticos del sueño han mermado. Plantas, basura, flores

silvestres, rejas siguen elevándose esporádicamente y sin mayores prisas. Frente a la

nada, nada se puede hacer. Puedo poner una canción de Fito Páez o una de Jorge Drexler,

pero las desecho: si quiero resolver algún misterio, tengo que escuchar el sonido de la

calle, como cuando uno busca una dirección y baja el volumen de la radio.

Ahora voy manejando. Es un sueño largo como los de Olimpia. No largo en tiempo sino

en acciones. Pero es un sueño delicado. Depende de mí. Y me pesa. Me angustia que se

acabe. Es raro que un sueño que no queremos, que nos angustia, no deseemos que se

acabe. Estoy al final de una callejuela ciega. Hay dos casas coloniales y una nueva,

diseñada con columnas y esfinges egipcias. Horrible. Y a los pies de una verja que limita

la calle con el parque al que se le entra por la otra calle, duerme, o vegeta, más bien, un

granuja de traje roto, de cara sucia, de pelo tieso que está tan trabado que, de nuevo, sólo

alcanza a mirarme. Y entonces me doy cuenta de que soy yo. Yo mismo. El estado más

triste, incapaz, desesperanzado y abortado de mí. No quiero acercarme, pero no puedo

dejar de mirar. Y me fijo que de su bolsillo derecho del traje salen unos tiquetes de avión,

no alcanzo a leer lo que dicen pero sé que son para Caracas. Y enseguida que lo sé, dudo.

Podrían decir Bogotá, Madrid, Sidney o San Francisco. Entonces ya no dicen nada. Y

caigo en cuenta. De eso se trata este sueño. O al menos parte de él. Primera clave. De

saber lo que pasa si en todo lo que creemos hay duda.

De inmediato tengo una imagen que ha sido recurrente toda mi vida (¿ha sido recurrente

toda mi vida?): Mario coge con Fabiola mientras Ester duerme al lado y yo que veo no

hago nada por avisar que si se dan cuenta todo acabará mal. Y otra imagen, yo, de niño,

lloro y lloro desconsoladamente hasta quedarme dormido. Y me quedo dormido dentro

del sueño. Pero es un sueño con vigilia, sólo para descansar, que me desahucia por un

instante para poder seguir con mi cometido. El sonido de las olas continúa y eso me

ayuda a dormitarme. Pero unos daneses que están de visita turística en la ciudad se ríen a

carcajadas mientras comentan algo sobre mí y me despiertan, ahora estoy detenido en

una esquina esperando la oportunidad para poder cruzar la calle. Y soy una mujer. Una

linda muchacha que viste overoles y tiene una despreocupada conciencia de su belleza.

Una melena castaña, piel carmencita tostada y ganas de que su paso cante. Camino por

las aceras de la ciudad como si estuviese en Europa. Donde ser bello ha costado mucha

sangre pero nadie ha podido restarle importancia a la belleza a pesar del esfuerzo de

siglos. De la nada me encuentro caminando con Armando, que tiene 10 años internado en

las islas Baleares y se ha convertido en un anciano. Lleva un balón de básquet sostenido

entre su mano izquierda y su pierna, y cuando ve mi cara de incredulidad frente a lo viejo

que lo encuentro, se para y me dice, solemne: “somos siempre una promesa, no importa

el tiempo en que estemos, nunca llegamos a ser sino una promesa”. En ese mismo

instante, como si una lapidaria maldición terminara de ejecutarse con semejante

concepto, a la ciudad, ya devastada, se le abre un cráter en su corazón y yo me encuentro

en un pico que ha emergido del desacomodo de la tierra. Identifico, ahora sí, que estoy en

Miami, y veo desde esta cima que tantas veces anhelé un pedazo de tierra que se

desprende de la costa, como en Underground, la de Kusturika, pero a diferencia de

aquella historia, yo no voy en mi país, que ha cambiado a mis espaldas y sin que yo

pueda hacer nada, sino que mi país se va, a la deriva, a deambular en el océano sin un

rumbo que pueda conocerse, sin que yo pueda estar en él.

Mi memoria hace ahogados y ansiosos esfuerzos por recordarlo todo antes de que aquel

pedazo de tierra desaparezca de mi vista. Yordano Maelo las clases adolescentes de salsa

las risas inaguantable en el ascensor con Víctor las arepas metidas en el bolsillo de la

chaqueta en las fiestas de graduación las rascas filosóficas del colombiano el rostro de

Tammy cuando tenía cinco años las discusiones en la Universidad y la seguridad de que

el futuro era nuestro las caminatas al metro y la inseguridad de que algún lugar fuera el

mío el taller de poesía el cubo negro las ganas de llevar la contraria en todas partes los

aplausos en los auditorios de teatro el festival de rock el Centro de Estudiantes el control

de cambio la hecatombe la política el terremoto político la llegada de la pesadilla de lo

indeseable el reinado de lo más oscuro en el centro de mi país yo lejos el trozo de tierra

alejándose y yo fuera en un pedazo de tierra que quisimos creer firme pero que ha

detonado las cosas se van hacia arriba nada pesa y hasta el suelo puede estallar. Como si

nada bastara con creerlo y al mismo tiempo lo poco que sabemos fuera minado con la

Regreso al presente. Al del sueño. Es hora de mirar al cielo. Quizás. Y cuando digo

quizás siento otra grieta bajo mis pies. Entonces decido que es hora de despertar. No hay

dudas. En la cocina escucho trasteos de ollas y cafeteras. La vigilia ha tomado su turno.

El tío José se molestará con razón si muere y yo no he ido a verlo. Es hora de partir.